Friday, September 13, 2013

USUFRUCTO DEL PARAISO

La calle dejó una ofrenda
que robó del paraíso,
y sin dar ningún aviso
quiso que alguien la atienda.
Aquella humilde encomienda,
desnutrida, sin remito,
era un perro cachorrito
que lloraba en la tranquera;
y en una pata trasera
guitarreaba su prurito.

Lo puse sobre el tobiano
envuelto con arpillera,
mucho frío hacía afuera
para dejarlo malsano.
Era tanto su desgano
como mío el desespero,
y lo que hice primero
fue tenderle una cucheta:
allí fue mi camiseta
al costado del brasero.

Al despertar la alborada
le preparé un desayuno,
y sin mover pelo alguno
siguió soñando en la almohada.
Pero al rato su mirada
despertó del gran letargo,
se acomodó largo a largo
moviendo todas sus patas;
y tocó mis alpargatas
como pidiendo un amargo.

A partir de ese momento
él fue mi gran compañero,
un obsecuente ladero
que quise sin miramiento.
Me leía el pensamiento
como el mejor adivino,
viendo la jarra de vino
buscaba las damajuanas
y me ladraba con ganas
al rebalsar el molino.

Cuando estaba el minestrón
a mi diestra se sentaba,
inmóvil todo miraba
esperando su porción.
Y después, con emoción,
igual que una pareja,
me recostaba la oreja
buscando tiernas caricias;
por culpa de esas delicias
cargaba celos la vieja.

Pero un nueve de febrero
retornó al paraíso,
el Supremo así lo quiso
y atragantó mi garguero.
Aquí se dobla el acero
y nos cruje el sentimiento,
aprisiona el desaliento
como el peor de los encierros;
el mal que tienen los perros
es ese triste momento.


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